"Es de Paco Palma"

por Raimundo Rodríguez Pascual
publicado en el Boletín nº 4 de la Congreación de Mena. 1987


Legítimamente se puede afirmar que el Cristo de la Buena Muerte es, sin comparación, la mejor escultura de Málaga y una de las más hermosas de la España moderna. Desde la uña del pie hasta los cabellos, no sólo lodo es un refinamiento de técnica, sino al mismo tiempo una maravilla de concepción. Por algo es en Málaga lo que es, después de haber sido lo que fue, nada menos que la obra maestra de Mena.

El último de los desarrapados golfillos percheleros sabe de quien se trata: el Señor de la Buena Muerte. La víspera de su salida, lo bajan del retablo y lo posan sobre cojines, entre cuatro cirios y entre cuatro legionarios en guardia; y entonces se juraría que sobre esa cruz la armonia misma, en persona, ha venido a posar su vuelo herido. ¡Ese es verdaderamente el Hijo del Hombre! ¡La plenitud de la belleza de una especie animal! ¡El tipo de una Raza! El acorde perfecto compuesto por la música de esos brazos, de ese tronco, de esas piernas, es inimaginable.

En una calle de la antigua Grecia, madre del cuerpo, ese cuerpo hubiera dejado un silencio en pos de sí. ¿Cómo analizarlo detalle por detalle? Las palabras tienen una función propia; lo mismo la escultura y lo que ya ha sido dicho con los cinceles no cabe exactamente en el lenguaje literario. ¿Quién describe una sonata? Basta apuntar que la impresión de vida que se desprende de los miembros de este Cristo es tan inmediata, que la gente del pueblo y la gente del arte que desfilan a su alrededor desahogan sus sentimientos en admiraciones y exclamaciones de lo menos académico que puede imaginarse. El cabello sedoso (sedoso en la madera), que cae en liviana cascada, fascina a una mujer; a otro lo llaman los brazos extraordinarios; el pobre de la esquina —pies gastados tras el sustento que no llega— ha mirado los pies, los pies de príncipe de cuentos, a pesar del clavo y de la sangre y de los dedos agarrotados en el espasmo; le miran las mozas a la cara, donde la amargura y el adiós a toda consolación y la queja tenebrosa que se derrama de entre los dientes, no alteran la sonrisa de juventud de toda la carne; la arcada de los ojos, sobre todo, amplia, neta, es un pórtico de gloria para el ocaso de la gran mirada. Por eso, cuando el Señor pasa por las calles, envuelto en su nítida desnudez, a través de por su propia belleza, con el lánguido pesar de sus miembros perfectos, el espectador imparcial nota lo que ya observó también con cierto Cristo grande de Sevilla: que en la resaca de entusiasmo y de pasión que rompe a los pies del Paso, suena mucho amor inconsciente de cuerpo, de belleza material, de que son trono nocturno tanto perfume, tanto relumbrar de ojos, de sedas, de joyas y la atmósfera de una espesa expectación indefinida que liga a todos los seres, de la estrella al árbol y a la saeta; y que hace de todo como un inmenso animal confuso. A más de este sopor dionisíaco, muy mediterráneo, que emana de sus miembros, el Cristo de la Buena Muerte ostenta la misma majestuosidad aristocrática que el de Brunelleschi. Y se piensa en Brunelleschi, porque es el que tiene más de antiguo, y quizá precisamente haya que buscar a los hermanos de cuerpo de Cristo de Palma, muy atrás, entre las divinidades de los jardines del Atice.

¿Y el viejo Cristo de Mena? Es sabido que un famoso Señor en Cruz de Pedro de Mena, existente en Santo Domingo, fue quemado por los inconscientes en 1931. El padre del escultor, que asistió impotente al acto de vandalismo, después de precipitarse en vano a la hoguera, hubiera querido volverlo a hacer. Muchos pidieron también una copia exacta del desaparecido. Luego, la Cofradía, encargó a Palma Burgos un Cristo que lo reemplazara y lo recordara. Por respeto para la gran obra desaparecida, y obedeciendo además a su propia sinceridad de creador, el artista no quiso fabricar una copia de fotografías y recuerdos. Hizo más, en el mismo tono de dulzura y distinción que Mena, con la misma alma de su Cristo, plasmó una obra genial, distinta y hermana, que habrá ciertamente alegrado los manes del Grande mucho más que lo hubiera hecho una reproducción. Porque vino a demostrar que lo que se había renovado en la hoguera homicida era, no ya una talla, sino el genio creador.

A los pies del Cristo de la Buena Muerte —sitio que muchas malagueñas le envidiarían— se ha postrado María Magdalena, obra también de Palma Burgos. Es una floreciente lugareña, de carnes lujosas, de Magdala o... de Torremolinos; de esas andaluzas rubias, de querer moreno, de las cuales Montañés también se ha acordado una vez u otra. La cabellera opulenta se desliza espaldas abajo, como un arroyo de miel, en el mismo abandono blando con que la bella penitente se dobla bajo un peso indefinido, el ceder de las ramas cargadas de demasiada dulzura. En un "me atrevo, no me atrevo", las manos dibujan un gesto espiritual a lo Correggio, de ofrenda y retraimiento mezclados, humanización primorosa de las incertidumbres de la bella estación. Es de pino noble, de tamaño natural y de una delicia mañanera de veinte años.

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Rafael Poyato Crespo

Al hombre que encarna con su gubia maravillosa, la imagen de lo que siente su alma gigantescamente noble.

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